Volumen 6, 2013

EU-topías. Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos

Co-publicada en cuatro idiomas por el Departamento de Teoría de los Lenguajes y Ciencias de la Comunicación (Universitat de València. Estudi General, UVEG) & The Global Studies Institute de l’Université de Genève. ISSN: 2174-8454 / e-ISSN: 2340-115X. Contacto: info@eu-topias.org / eu-topias@uv.es / eu-topias@unige.ch

Editorial

Damos prioridad al pasado cuando hablamos de una identidad, sea personal o colectiva; y, en el caso de Europa tendemos a verla como la gran organización política que fundamentó el derecho del Imperio Romano. Ya Hegel nos enseñó que “la historia universal avanza con Roma hacia Occidente, pero permaneciendo al sur de los Alpes. Solo posteriormente marcha hacia el Norte” y, desde esa perspectiva, sólo se completará en el renacimiento con la reforma protestante.

A ese tipo de identidad se refiere Ortega y Gasset cuando afirma que Europa, más que futuro, es algo que está ahí ya desde un remoto pasado; “más aún, que existe con anterioridad a las naciones hoy tan claramente perfiladas. Lo que sí será preciso es dar a esa realidad tan vetusta una nueva forma”. La identidad europea es, sobre todo, un estado que ordena jurídicamente una pluralidad de culturas (de la península ibérica al oriente próximo, asimilado por Alejandro Magno), que no tienen en común ni las lenguas maternas ni las creencias religiosas, pero comparten la posibilidad de decir “Cives romanus sum”.

Esa Europa, modélica y problemática, no es sino el trasfondo no mencionado cuando hablamos de Unión Europea, porque, en este caso, nuestro problema no es de “identidad” sino de “proyecto”, esto es, depende más de lo que se nos viene encima desde el futuro hacia el que vamos que de lo que procede de un pasado más o menos lejano, aunque no sean dos dimensiones independientes entre sí. Husserl ya vio, en la crisis de las ciencias europeas, la raíz de la debilidad de nuestra civilización tras la primera Gran Guerra del siglo veinte. El proyecto de Europa es entonces el de una humanidad racional, esto es, organizada con justicia desde supuestos y procedimientos propios de la más elevada racionalidad. El proyecto, en suma, que ya inició Platón, y que está lejos de culminar. La institucionalización política ha avanzado considerablemente al crearse instituciones de gobierno colegiadas junto a un parlamento democráticamente elegido. También el sistema económico ha creado bases de importancia con la existencia de una moneda única y un banco central. Aunque el sistema económico y político necesitan mayor impulso y coherencia, la debilidad más sensible de la Unión Europea no es sólo el déficit democrático, sino también el déficit cultural. Sin una profundización de las políticas culturales, que no puede limitarse a ser una yuxtaposición de culturas nacionales, aunque éstas no puedan estar ausentes, no habrá la acumulación de conceptos y afectos que exige la creación de una entidad política y social de nuevo cuño, y de carácter post-nacional. Y si no somos capaces de dar forma a esa nueva entidad, no lograremos el peso que la historia de Europa merece tener en el proceso de globalización a que asistimos.

Como consecuencia de la incapacidad de los Estados miembros para revisar y profundizar los tratados existentes y como preparación de la vasta ampliación a los países ex-comunistas que iba a producirse en 2004, el Consejo europeo que tuvo lugar en Laeken en diciembre de 2001 decidió convocar una Convención sobre el porvenir de Europe, compuesta de 106 miembros y encargada de preparar un proyecto de Constitución europea. Esta Convención se reunió desde 2002 hasta julio de 2004 y produjo un proyecto de «Tratado para establecer una Constitución para Europa», proyecto que fue adoptado casi sin modificaciones por los Estados miembros en Roma el 29 de octubre de ese mismo año 2004. Esta Constitución, sin embargo, nunca entró en vigor al haber sido rechazada en la primavera de 2005 por dos de los países fundadores de la Unión europea, Francia y los Países Bajos. Aunque la mayoría de las innovaciones propuestas por los «constituyentes» hayan sido asumidas por el Tratado de Lisboa (adoptado en diciembre de 2007), no ha ocurrido lo mismo con la moneda de la Unión europea (el euro), cuya carga simbólica se consideró demasiado pesada para un simple tratado modificado como el de Lisboa.

Pese a todo, la institucionalización política ha avanzado considerablemente al crearse instituciones de gobierno colegiadas junto a un parlamento democráticamente elegido y un banco central. Aunque el sistema económico y político necesiten mayor impulso y coherencia, la debilidad más sensible de la Unión Europea no es sólo el déficit democrático, sino también el déficit cultural. Sin una profundización de las políticas culturales, que no puede limitarse a ser una yuxtaposición de culturas nacionales, aunque éstas no puedan estar ausentes, no habrá la acumulación de conceptos y afectos que exige la creación de una entidad política y social de nuevo cuño, y de carácter post-nacional. Y si no somos capaces de dar forma a esa nueva entidad, no lograremos el peso que la historia de Europa merece tener en el proceso de globalización a que asistimos.