La televisión durante la Transición española / Manuel Palacio
La televisión durante la Transición española, Manuel Palacio, Madrid, Cátedra, Colección Signo e imagen, 2012, 456 pp.
Durante décadas, la televisión ha sido un medio ignorado y despreciado por la crítica y por la Universidad. Todo lo que apareciera en televisión era malo, o tenía que serlo: no sólo por su calidad, sino por los efectos que, en teoría, causaban sus contenidos sobre la gente. Tan mala era la televisión que la mayoría de los críticos de televisión hacían piruetas para continuar criticándola, cada vez más duramente… Sin verla. Un planteamiento sin duda meritorio, pero que acababa generando dudas: ¿cómo puedes saber que algo es malo, o los efectos que tiene, si no lo ves? ¿Es buena idea que los especialistas en alguna forma expresiva sean individuos que odian todo lo que dicha forma expresiva comporta?
Esta paradoja ya fue provechosamente analizada por Hans-Magnus Enzensberger en un texto antológico[1]. El problema no dejaba de tener su miga: para criticar la televisión, había que verla; y, si la veías… ¿No había un riesgo evidente de contagiarte de un medio tan malvado, y tan poderoso, como se supone que es la televisión? Y, en particular: Si hablas bien de algún contenido televisivo… ¿No será porque te estás alienando, perdiendo tu distancia crítica, tu independencia, sufriendo un lavado de cerebro?
Así funcionaron las cosas durante décadas, y sólo muy recientemente han comenzado a cambiar, en lo que respecta al enfoque con el que la crítica se acerca a la televisión. Una crítica menos dogmática y más habituada a ver televisión, a interpretarla y a observar su impacto social sin llevar siempre puesto el prisma despreciativo tan común hasta hace muy poco.
El libro La televisión durante la Transición española es muy interesante por muchos motivos, y uno de los más importantes es que su autor, Manuel Palacio, se aleja totalmente de esa obsesión paternalista-escéptica tan propia de la crítica. Y también lo hace, por cierto, en la evaluación del período histórico, la Transición, o bien como compendio de todos los males, o como «pacto sagrado inmutable» en el que todo salió a las mil maravillas. Por ejemplo, veamos el balance que hace el autor de la figura del crítico televisivo de El País, Juan Cueto, y su relación con la televisión, en este caso a propósito de la mítica serie Curro Jiménez:
El día de la exhibición de ‘la gran batalla de Andalucía’, los lectores de El País leían, como casi todos los domingos, un furibundo ataque a RTVE escrito por su colaborador Juan Cueto. En esta ocasión, decía: ‘aquí no hay improvisación que valga, porque los programas de RTVE son eso: programas de control social’. No hay constancia escrita de que el ilustre colaborador viera esa noche Curro Jiménez, tal como hacían docena y media de millones de espectadores. Por ello desconocemos su opinión sobre un capítulo que se inicia escuchando una voz en off que dice: ‘La gran batalla de Andalucía. Boceto de un debate cinematográfico sobre el imperialismo’, y en el que su discurso se articula sobre la denuncia de la explotación y de la alianza entre clases dominantes y fuerzas francesas de ocupación. Frente a los franceses, los televidentes visualizan el orgullo de la clase de los trabajadores (por ejemplo, el pintor Viola que interpreta el papel de un alfarero y pintor) y la necesidad de la independencia nacional. Así, al final del episodio, en una especie de asamblea del pueblo sublevado, los telespectadores escuchan, como diría Juan Cueto, su dieta diaria de control social. En concreto oyen por la pequeña pantalla: ‘Ha llegado el momento de nuestra emancipación, vamos a luchar como podamos, con las armas que sean, pero nunca seremos un pueblo vencido’ (pág. 182).
Los lectores menores de cuarenta años no recordarán la mayoría de los programas de los que se hablan en el libro, dada la época en la que se emitieron (1974-1981, grosso modo). Algunos, sobre todo las series de televisión, han podido verse posteriormente en reposiciones (son los casos, por ejemplo, de Curro Jiménez y Verano azul). En cuanto a los personajes que participaron en el período desde TVE, algunos son conocidos también por su actividad posterior (José María Íñigo, por ejemplo), por la importancia de su trayectoria (Fernando Fernán Gómez), o, sencillamente, porque las imágenes en las que participan han acabado teniendo un enorme peso específico en la memoria colectiva del período, convenientemente resumida y adaptada a las circunstancias en posteriores reportajes, recopilaciones, etc.
Precisamente por ese motivo, la revisión de esta época, que abarca tanto los contenidos emitidos en TVE (de ficción, de entretenimiento y de carácter informativo) como el contexto histórico en el que se producen, resulta muy ilustrativa. El balance es, por un lado, el de una TVE obviamente controlada por el Gobierno, mucho más que ahora, y más explícitamente (sí; aún más). Veamos el balance que hace Rafael Ansón, director general de TVE en el crucial periodo inicial de la presidencia de Adolfo Suárez (1976-1977), culminado con una etapa final de pluriempleo en la que Ansón fue, al mismo tiempo, director de la campaña de UCD y director general de TVE durante la campaña de las elecciones constituyentes de 1977, de su ejecutoria al frente del ente público:
Yo traté de hacer una Televisión que contribuyera a que viniera la democracia. Y creo que dio resultado. Prueba evidente es que vino la democracia. Los hechos son incuestionables […]. Resulta divertido aquello que se decía de que la Televisión estaba al servicio del Rey y del Presidente del gobierno. Pues claro, ¿al servicio de quién iba a estar? No iba a estar al servicio de Joaquín Ruiz Giménez, que se demostró en las elecciones que no tenía un votante detrás. No iba a hacer caso a las Cortes de Franco, que eran las únicas que existían. Bueno, no iba a hacer caso al PSOE […]. Yo me enteré muy bien de cuál era el proyecto político del Rey y del Presidente del gobierno y dije: ‘a servir’ (pág. 156).
Pero, al mismo tiempo, en TVE se «cuelan» paulatinamente más discursos de oposición al franquismo (hasta 1976) y a los postulados ideológicos del Gobierno de UCD, normalmente implícitos, y en los lugares más insospechados: en la ficción, en programas infantiles, en lugares en los que la censura no estaba tan alerta. Esto fue debido a un estado de las cosas en el que, aunque los cuadros directivos estuviesen totalmente volcados hacia un intervencionismo favorable a los intereses del Gobierno, la mayoría de los trabajadores tenían simpatías por la oposición política de izquierdas. Así que el balance, aunque evidentemente no es el de una televisión independiente o autónoma –ni mucho menos–, tampoco es el de una «voz de su amo». En esencia, TVE, acabó cumpliendo un papel normalizador de los cambios sociales y políticos, en virtud del cual la televisión pública (que entonces también era «televisión única») se alejó del Gobierno para acercarse más a la sociedad, en una medida mayor de lo que cabría esperar de semejante régimen de control férreo.
Las tensiones, internas (en la propia TVE) y externas (con los poderes públicos), se producen en dos órdenes de censura / manipulación, que son los que recorren toda la historia del franquismo: la censura ideológica y la censura moral. Y es esta última, al menos mientras Franco sigue vivo, la que llama más la atención al público y genera mayor escándalo: la presencia de Rocío Jurado, o de Rachel Welch, en TVE, motivan graves tensiones con algunas «familias» políticas del régimen. Este tipo de «escándalos» están más presentes, al menos inicialmente, que los de tipo ideológico, por una razón más sencilla: el control ideológico es, si cabe, más generalizado y explícito, y las grietas, o la contestación, de haberla, se da, como hemos dicho, en lugares insospechados (y no, por supuesto, en el Telediario).
Es una TVE muy distinta a la actual, con una capacidad de influencia infinitamente mayor. Porque era la única opción, y porque, además, el público tampoco estaba tan alfabetizado audiovisualmente como ahora. Su incidencia alcanzaba a los 18 millones de personas, como promedio, entre TVE-1 y TVE-2. Y eso en unas condiciones mucho más precarias que ahora. La primera cadena emitía desde las 14 horas hasta medianoche (con un parón de un par de horas a media tarde), y la segunda apenas cuatro horas en la tarde-noche.
La revisión histórica de aquella época muestra hasta qué punto la Transición fue, sobre todo, un proceso de «fosilización» de una serie de prácticas que se fijaron entonces y que desde entonces, y durante décadas, han continuado vigentes. Y también en la televisión. Fue entonces, y fue una decisión de UCD, cuando se estableció la dinámica de que la televisión pública, en España, era un instrumento controlado por el Gobierno de turno (nacional o autonómico), y empleado sistemáticamente en su beneficio de forma más o menos obscena. En que se estableció el sistema de representación del Consejo de RTVE según cuotas políticas, o el papel de la televisión pública en campañas electorales que se fijaban con bloques de propaganda electoral asignados a los partidos según su representación (lo que obviamente beneficiaba en gran medida a los partidos mayoritarios). Unas decisiones que quizás tengamos muy interiorizadas con el paso del tiempo, pero que no tenían nada de irreversible o inevitable; y que provienen, en buena medida, de la obsesión de los políticos españoles por el poder infinito del medio:
Yo creo que la interpretación de la importancia que los partidos dan al medio televisivo debe buscarse en el ámbito de los imaginarios sociales: la generación de políticos que hizo la Transición, nacidos en casi todos los casos en torno a 1940, llegaron a la edad adulta en la década de los años sesenta, el periodo de mayor legitimación social de la televisión, y en ese tiempo confundieron su prestigio, parejo en España como en los otros países europeos a los procesos de urbanización y de desarrollismo, con la creencia de su poder omnímodo. La televisión todo lo puede, podrían afirmar juntos gobierno y oposición, y mucho más si hablamos de comicios electorales. Y a pesar de que existen tantas pruebas para constatar la afirmación antedicha como para negarla, es innegable que las huellas de esa manera de pensar se hallan por todos los lugares (y sorprendentemente llegan hasta hoy día). Es decir, que el control de la televisión simula la posesión del anillo único de la novela El señor de los anillos. Y por tanto sólo hay dos opciones: o se destruye o se posee para uso propio de su poder (pág. 208).
Guillermo López García (UVEG)
Notas
↑1 | «El vacío perfecto. El medio de comunicación «cero» o por qué no tiene sentido atacar a la televisión». Puede leerse en: http://www.macba.cat/uploads/TWM/TV_enzensberger_cas.pdf |