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Cómo saborear un cuadro / La invención del cuadro / Victor I. Stoichita

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Cómo saborear un cuadro y otros estudios de historia del arte, Victor I. Stoichita, Madrid, Ensayos Arte Cátedra, Cátedra, 2009, 400 pp. 
La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea, Victor I. Stoichita, Madrid, Ensayos Arte Cátedra, Cátedra, 2011, 448 pp.

 

Identificación de un analista

En estos tiempos babélicos en los que las interpretaciones a caballo entre lo esotérico y lo psicodélico de un Dan Brown hacen furor, la defensa convincente de los fundamentos hermenéuticos de la exégesis pictórica constituye poco menos que una cuestión de salud pública. A esta labor parece haberse encomendado la editorial Cátedra al exhumar en dos espléndidos volúmenes algunos textos del prestigioso profesor de Historia del Arte de la Universidad suiza de Friburgo Victor I. Stoichita. La reedición del segundo, escrito originalmente antes que los trabajos que reúne el primero que apareció en las librerías españolas hace menos de dos años, nos brinda la oportunidad de apreciar con todo lujo de detalles no sólo las características que definen a la exégesis pertinente, sino también las prestaciones que atesora el bisturí de uno de los más perspicaces analistas pictóricos de la actualidad.

Enunciar que, algunas más que otras, las obras de arte provocan placer es una banalidad. Sin embargo, proponer que es imposible “saborear” un cuadro (o cualquier otro objeto artístico) sin comprenderlo entraña cierto riesgo en estos tiempos en los que impera la peregrina idea de que la emoción estética es una experiencia íntima, personal e intransferible, que atañe en exclusiva a los sentidos y sobre la que, siendo refractaria al intelecto, no cabe argüir nada sensato. Cómo saborear un cuadro de Victor I. Stoichita refuta estas banalidades impresionistas al orden del día con el sólido argumento de que “el placer de una obra aumenta con el conocimiento del contexto de su creación”.

El volumen consta de 16 capítulos en los que se compendian otros tantos textos (artículos de revistas especializadas y colaboraciones en volúmenes colectivos en su mayor parte) que Stoichita ha ido dando a la imprenta en la última década (aunque alguno hay de publicación original más lejana en el tiempo). Tan audaz mixtura (donde se pasa revista a obras “que han sido realizadas en épocas diferentes, para espectadores diferentes y emplean estrategias de seducción diferentes”) consigue un estado de equilibrio y armonía merced a la unidad de estilo que gobierna en un escrutinio penetrante en el que, con independencia de las particularidades materiales y conceptuales, singularmente variadas, que concurren en las obras analizadas (desde la Capilla Scrovegni de Giotto hasta unas serigrafías de Warhol pasando, entre otras muchas, por algunas muestras señeras del siglo de Oro español en el que Stoichita es reputado experto mundial), impera un modelo de abordaje sin fisuras aliado con el timbre reconfortante de una escritura tersa y eficaz.

Stoichita maniobra tomando como punto de partida el hecho de que para interpretar un texto es primordial determinar la época, el lugar y las circunstancias que concurrieron en su proceso de creación. Su mérito estriba, sin embargo, en la perspicacia y extremada economía con las que sopesa la maraña de pormenores, anécdotas y accidentes contemporáneos a la factura física de la obra para sacar a la luz sólo aquellos factores contextuales oportunos para la comprensión ecuánime de cada lienzo. Y esto, como todo exégeta sensato conoce y Stoichita demuestra en la práctica, sólo cabe elucidar a partir de la materialidad singular de unos objetos artísticos que siempre guardan memoria selectiva del momento histórico en el que vieron la luz. Valga de ejemplo el abismo cualitativo que media entre los datos contextuales que, en los capítulos 6 y 7 respectivamente, Stoichita esgrime a la hora de escrutar el retrato de Juan Pareja y La rendición de Breda, ambas como se sabe obra mayores de Velázquez.

Si a propósito de la primera salen a relucir curiosas visicitudes de su larga estadía en Roma en compañía de su esclavo mulato que sirvió de modelo al lienzo, en la exégesis de la segunda, la biografía de Velázquez sencillamente no cuenta frente a los vínculos iconográficos que el analista saca a la luz entre el cuadro de las lanzas y el resto de las piezas (hasta un total de doce, seis de ellas obra del pintor sevillano) con las que completó la decoración del Salón de los Reynos del Palacio del Buen Retiro de Madrid, el “más importante conjunto de imágenes producido por la ideología monárquica española del siglo XVII”, en palabras de Stoichita.

Sea como fuere, el esmerado escrutinio de las telas velazqueñas hace buena la idea, formulada de manera ejemplar por Ernst H. Gombrich, según la cual antes que de su tiempo, de los avatares biográficos o de la psicología de su autor empírico, las obras de arte hablan de otras obras de arte. Quiere decirse que la exégesis de Stoichita expone de forma inequívoca (lo que sugiere implícitamente que otro tipo de tentativas constituyen una soberana pérdida de tiempo) que el contexto que ilumina la comprensión de los objetos artísticos es el que se deriva de las relaciones intertextuales que, de una u otra forma, le unen con aquellos textos (no necesariamente obra del mismo autor) con los que dialoga. Así el dispositivo del retrato de Juan de Pareja sólo es cabalmente comprensible puesto en relación no ya con el que realizó Velázquez casi sin solución de continuidad del Papa Inocencio X, sino sobre todo con el Autorretrato que Nicolas Poussin pintó por esas mismas fechas en Roma1, así como con La vocación de San Mateo que, una vez emancipado, Juan Pareja realizó en 1661 donde, recurriendo a la figura que se conoce como metalepsis de autor, se inserta en la parte izquierda del óleo en una postura que remite inequívocamente al retrato que le dedicó el pintor sevillano once años antes. El juego de repeticiones y variaciones con otros lienzos es más concurrido en una composición de conjunto como La Rendición de Breda en el que se maridan la particular fenomenología plástica del retrato (ecuestre) del héroe y las exigencias de la representación topográfico-documental del territorio conquistado. Las fecundas aportaciones iconográficas del lienzo del sevillano así como las connotaciones que éstas se cobran en  el ámbito del sentido salen a la palestra puestas en relación con un archipiélago textual en el que, amén de las del “Salón de los Reynos”, se cuentan obras de Vicente Carducho, Frans Hals, Juseppe Leonardo, Andreas Güntsch y otras del propio Velázquez.

Con todo, el gran acierto de Stoichita consiste en demostrar que ese diálogo significante que algunos de los lienzos en los que centra el foco entablan con otras obras no se circunscribe a las realizadas por el mismo autor ni se agota en la pintura, sino que se amplía rizomáticamente a otros ámbitos artísticos. Quizá el capítulo 9, donde a partir de varios episodios de El Quijote Stoichita analiza algunos lienzos de Murillo que encaran el problema de la “frontera estética”, es el que pone en valor de forma más patente el carácter transversal del fenómeno de la intertextualidad. Aunque no le andan a la zaga, por razones obvias, los al menos cuatro apartados que abordan en sus diversas manifestaciones el intrincado asunto de la écfrasis; es decir, la descripción literaria de un objeto o artefacto artístico, preferentemente visual.

De manera que lo que principia a modo de tratado práctico sobre cómo “saborear” un selecto ramillete de lienzos emblemáticos, va adquiriendo también las trazas de un recetario de directrices dirigidas a disfrutar/entender en sus justos términos una panoplia de novelas ilustres que toman como asunto señalados cuadros (el capítulo 12 atiende a La obra maestra desconocida de Balzac, en el 13 se trata de El idiota de Dostoievski donde asoma el célebre Cristo muerto de Hans Holbein, en el 14 es La obra de Zola, todo un estudio de los límites de la representación realista inspirado en los retos del impresionismo, etc.). Lo que nos conduce en línea recta al eje conceptual en torno al que se trenzan las 16 piezas/capítulos de los que consta este volumen, que se detiene en una serie de obras maestras con la vista puesta no tanto en la excelencia de su especificidad formal, cuanto en los problemas de representación generales que subyacen en su irrepetible materialidad. Nada tiene de azaroso que los temas de fondo que van progresivamente saliendo a la superficie completen a la postre el inventario mínimo de los grandes desafíos e interrogantes que vienen concerniendo de antiguo al arte en general, y a las artes visuales en particular: el problema del realismo y de los modelos de mimesis, la inserción del creador en su obra (el segundo capítulo –dedicado a la figura del autor endotópico– así como el décimo –sobre los autorretratos de Rembrandt– no tienen desperdicio), la problemática del marco y la linde que separa la realidad de su reproducción, las concomitancias entre distintas disciplinas artísticas (amén de la écfrasis, Stoichita atiende a la cohabitación estética entre pintura y arquitectura en el onceavo capítulo que se ocupa de la estética de la ruina), la representación de la figura del Otro (es, sin ir muy lejos, el caso ya citado del retrato de Juan de Pareja), etc.

Tengo para mí que el capítulo número 10, que se ocupa de los autorretratos de Rembrandt, ilustra mejor que ningún otro las múltiples virtudes que atesora el abordaje analítico de Stoichita: capacidad de síntesis a la hora de glosar las contribuciones precedentes sobre la materia, al extremo de que no es aventurado sostener que los pies de página compendian lo sustancial de una bibliografía oceánica; criterio selectivo y transversal en el trazado del contexto pertinente de interpretación, de suerte que la primera autobiografía escrita en Holanda por su conocido Constantijn Huygens, nada casualmente el mismo año (1629) en el que el pintor realiza sus primeros autorretratos autónomos, y los Ensayos de Montaigne aportan algunas de las claves necesariaspara elucidar el rosario de obras autoalusivas de Rembrandt; la apuesta razonada por una hipótesis interpretativa novedosa y brillante que no pocas veces se abre camino a contrapelo del Saber establecido, toda vez que, enmendando la plana a Pascal Bonafoux2, Stoichita sostiene que con sus autorretratos el pintor holandés parece habernos dicho “ No he pintado el ser, he pintado el pasar”, y aventura que, a semejanza de dos piezas de su discípulo David Bailly, los de Rembrandt son retratos y naturaleza muerta a un tiempo; un estilo expositivo perfectamente didáctico que acostumbra a resumir con preguntas retóricas los estadios sucesivos del razonamiento (“¿Anticipa el pintor en 1629 el anciano que sería?” afirma en el cuarto párrafo sintetizando en un chispazo la hipótesis dorsal que guiará su indagación); y, por último, una escritura precisa y concisa, cuya eficacia no está reñida con una belleza formal que persiste inmaculada gracias a la más que competente traducción de unos textos escritos originalmente en francés, italiano y alemán.

El nacimiento del cuadro también se expone como galería de exégesis encomiables, aunque en este caso el escrutinio de los lienzos apunta hacia el esclarecimiento de un fenómeno artístico que vertebra todo el volumen, a saber: el de la toma de conciencia de sí misma de la pintura, proceso fascinante que propició el alumbramiento del cuadro como objeto de arte en el sentido moderno del término y lo convirtió, como gusta señalar al autor, en un dispositivo visual autodenotativo.

El cuadro es una invención relativamente reciente que Stoichita sitúa en Europa occidendal entre 1552, año de la revuelta iconoclasta de Wittenberg, y 1675, fecha en la que el pintor belga Gijsbrechts pinta Cuadro al revés, lienzo límite que al representar el reverso de un cuadro (se trata de una genuina imago termini que significa “la Nada”), constituye el epílogo de toda la meditación metapictórica que emergió en ese intervalo histórico3. Stoichita discrimina tres estadios (a los que denomina sucesivamente el ojo sorprendido, el ojo curioso y el ojo metódico) en el proceso mediante el cual el trabajo metapictórico engendró al cuadro como objeto figurativo moderno.

El primero de ellos corresponde a las representaciones desdobladas, tomadas en su día por herejías pictóricas, en las que ve la luz una nueva forma de trabajar con/sobre la imagen. Estos desdoblamientos germinativamente modernos se ejecutan apoyados en tres motivos figurativos que dan fruto, a su vez, a tres nuevos géneros pictóricos que suponen un corte y una inversión respecto a la imagen antigua: la hornacina o el nicho engendra la naturaleza muerta, la ventana el paisaje, y la puerta o los marcos la pintura de interior.

Frente a estos desligamientos autodenotativos que se resuelven con relativa facilidad, el tránsito que emprende el icono (o la imagen sagrada) desde su contexto eclesiástico originario a la galería privada, su nuevo hábitat, resulta más laborioso y cruento. De hecho, Stoichita sostiene que fue factible merced a los ataques iconoclastas auspiciados por la Reforma que expulsaron de las iglesias unas imágenes que sólo encontraron refugio en las colecciones privadas de los burgueses centroeuropeos (estos brotes violentos propiciaron la curiosa dicotomía entre el blanco inmaculado de las iglesias de la Holanda calvinista y la saturación de los gabinetes de coleccionista de Flandes). Este proceso, que además el nacimiento del género pictórico de la galería de coleccionista supone el apogeo de la recepción intertextual que ésta patrocina, tiene lugar en el marco de la Cultura de la curiosidad.

El descubrimiento cartesiano de la cogito y la Cultura del método que instaura, impulsó el trabajo autorreflexivo en todos los órdenes. En el pictórico se salda con la eclosión de un nuevo género, la escena de interior, y de los estrambóticos mecanismos de autodenotación característicos de la metapintura: los motivos del cuadro, el mapa y el espejo proyectados en la superficie del campo pictórico permiten un diálogo dirigido al estatuto mismo de la representación, así como la tematización del autor en su obra. Las modalidades de inserción autorial llegan a su paroxismo en el siglo de Descartes con el autorretrato independiente y el escenario de producción que busca resolver el dilema de la imagen del hacer, es decir, la presentación simultánea del autor y su hacer. El cuadro del reverso del cuadro de Gijsbrechts es el cabo de Hornos de la pintura: cierra la época del nacimiento del arte pictórico como problema.

Visto a cierta distancia, este apasionante recorrido por la más conspicua pintura centroeuropea de los siglos XVI y XVII adquiere la fisonomía de una Bildugnsroman que narra, al trasluz de sus hitos iconográficos fundamentales, el proceso de aprendizaje y maduración de una imagen (cándida y angelical) que consigue a la postre forjarse una conciencia (adulta y consecuente) de sí misma. Este sinuoso relato de formación se coloca en el mismo registro sensual que Cómo saborear un cuadro, no sólo porque la exégesis esclarecedora de Stoichita siempre resulta un placer intelectual que eleva a su enésima potencia el deleite escópico promovido por los cuadros, sino porque describe, casi a modo de novela erótica, la carnalidad de una imagen que se autoexplora con audacia cada vez mayor hasta descubrir sus partes más íntimas que le permitirán comprenderse y definirse (hecha ya cuadro) a sí misma.

Da vértigo descubrir que este soberbio trabajo no es en esencia sino la tesis doctoral que el autor leyó en La Sorbona en junio de 1989, o lo que es lo mismo, constatar que nos hallamos ante la investigación nodriza de Victor I. Stoichita. Ante esta abrumadora circunstancia cabe preguntarse, como lo hace él en ambos libros a propósito de los autorretratos de Rembrandt, si el doctorando de 1989 anticipa al gran analista de principios del siglo XXI que habita en Cómo saborear un cuadro. La pregunta no admite más respuesta que la afirmativa: en El nacimiento del cuadro Stoichita dio con su preocupación fundamental (el factor metapictórico que atrae como un imán a su incisiva mirada de analista), con su timbre de voz (la formidable traducción, obra también de Anna María Codech, hace posible degustarlo en castellano), así como con sus principales armas metodológicas, desde el talento para extractar las contribuciones sobre las que se apuntala su abordaje, hasta la preeminencia otorgada a los datos textuales en detrimento de los indicios biográficos, pasando por su capacidad para apreciar en espacios estéticos colindantes los problemas de expresión que afectan a la pintura (el tema del desdoblamiento aflora antes en los escenarios teatrales del siglo XVI que en los lienzos; el género literario de la Antología cristaliza en paralelo a su remedo pictórico del gabinete de coleccionista; Mucho ruido y pocas nueces de Shakespeare es a la Literatura lo que Cuadro al revés de Gijsbrechts a la Pintura: la manifestación más relevante de la paradoja De nihilo; etc.) Y lo que de verdad importa: de esa conjunción primigenia surge un rosario de análisis concretos siempre convincentes, a menudo definitivos y, no pocas veces, dotados de una agudeza que resulta desconcertante no sólo en un novicio (como en los mejores relatos, la apoteosis exegética aguarda en los capítulos finales, en la confrontación que Stoichita emprende entre Las meninas de Velázquez y El arte de la pintura de Vermeer que previamente desmenuza, por separado, con su destreza superlativa).

Pero que el analista que está detrás de ambos volúmenes es el mismo queda de manifiesto sobre todo en el hecho de que la sección central de La invención del cuadro, dedicada a ese modelo reducido del funcionamiento semántico de las obras de arte que es el género gabinete de coleccionista, se ocupe en puridad de la recepción intertextual, clave de bóveda, como señalamos al hilo de su libro compendio, de su praxis analítica. En esta línea no sería descabellado sostener que esa suerte de novela de aprendizaje que detalla el ímprobo esfuerzo que llevó a cabo la Pintura en su deseo de comprenderse y definirse a sí misma, también refleja en filigrana el proceso de iniciación del hermeneuta que se mide por primera vez con esas imágenes. Por añadidura, a uno se le antoja que la insistencia en el tema de la inserción del autor en su obra, notoria tanto en su libro inaugural cuanto en la miscelánea que extracta su trayectoria, no es ajena al propósito de Stoichita de componer a hurtadillas un autorretrato del analista. Idéntico en el gesto, el resultado puede medirse con algunos de los maestros que comenta.

 Imanol Zumalde Arregi
Universidad del País Vasco-EHU

 

1 La rentabilidad heurística de las evidencias (inter)textuales frente a los sucesos biográficos queda de manifiesto en esta frase: “Aunque sabemos que los dos artistas coincidieron en Roma en 1650, no tenemos constancia documental de que haya existido entre ellos ningún contacto. Sin embargo, creo que estos datos no son indispensables. Está claro que ambos pintores firmaron los más osados juegos miméticos, aunque también los más divergentes, llevando la representación por semejanza al más alto grado posible” (p. 167).

2 La conocida tesis de Bonafoux se resume en estas dos frases: “¿Pintar el tiempo? Rembrandt pinta tan sólo el presente de su rostro, aquí y ahora. Todo retrato es una suspensión del tiempo. La sucesión de los de Rembrandt es una serie de tiempos pasados, no una duración”; “Los autorretratos de Rembrandt no son el relato de la vida de Rembrandt, no son su diario. Del autorretrato de 1629 al de 1669, no es un relato lo que se escribe”.

3 Entre ambas fechas se desarrolla el proyecto del objeto llamado cuadro, aunque, como señala el autor, su arranque es anterior a 1552 y sus repercusiones se prolongan más allá de 1675.