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Entusiasmos y angustias de un traductor vocacional

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Resumen

El autor de esta contribución, profesor e investigador de literatura francesa, reflexiona sobre su experiencia de traductor literario. Ha traducido principalmente poesía en lengua francesa al español, casi siempre de modo vocacional, lo cual da un sesgo personal a estas reflexiones. De ahí que el traductor trate aspectos como la particular vivencia de la literatura que ha supuesto para él la traducción, la influencia de los autores vivos en su trabajo, el entusiasmo por traducir y la angustia por el resultado obtenido y, finalmente, la percepción de un margen de indefinición en su propio trabajo, que lo asemeja a la creación literaria.

Palabras clave

Experiencia del traducir, traducción vocacional, traducción y creación literaria.

Hace años nunca habría pensado que llegaría a dedicarle tanto tiempo a la traducción, en particular de poesía francesa, con tanta pasión. Ciertamente, ni el esfuerzo ni la pasión son una garantía de buenos resultados en esta tarea, pero están en el centro de la particular vivencia de la literatura que ha supuesto para mí traducir en los últimos años. Confieso también que me considero un traductor privilegiado en la medida en que casi todas mis traducciones han resultado vocacionales: he traducido en varias ocasiones por mi propia iniciativa y los encargos que he aceptado han despertado en mí un interés decisivo[1]. Por otra parte, buena parte de las obras que he traducido han sido objeto de mi investigación o mi docencia, al tiempo que algunos de mis trabajos han versado sobre temas de alteridad cultural, a menudo entre los ámbito francés y español, donde se plantean lógicamente cuestiones relacionadas con la traducción[2]. Traducir se enmarca pues es mi caso en un conjunto variado e interrelacionado de actividades filológicas, que no se han asentado sobre una formación específicamente traductológica.

Entiendo pues que esta circunstancia puede hacer que mis reflexiones estén ceñidas a una experiencia muy personal, por lo que es probable que su alcance sea limitado. Sin embargo, en más de una ocasión mientras traducía, mi vivencia de la literatura en esos momentos ha despertado mi curiosidad, tanto por lo que estaba haciendo en esos momentos como por el entramado emotivo que creaba en mí. De hecho, cuando el editor me lo ha permitido, he dedicado un apartado de la introducción a mostrar las decisiones fundamentales que he tomado para el trabajo, como son mi tratamiento del ritmo y el margen de oblicuidad que me he permitido. Ciertamente, es posible que no me haya percatado de que, en realidad, lo esencial de mi trabajo radicaba en otras orientaciones de las que no era consciente, pues una cosa es ser traductor y otra, bien diferente, traductólogo de las propias traducciones. Pero al menos, con esas palabras, he intentado hacer visible mi papel en la inevitable transformación de lo que traducía, invitando siempre a la lectura del original[3].

Me centraré sobre estos aspectos con la esperanza de que esta experiencia personal pueda aportar algo o, al menos, me ayude para profundizar en mi propia vivencia y a afinar mis resultados. Me atreveré incluso a contar algunas anécdotas concretas que involucran a los autores que he traducido y considero significativas para mi labor.

Y comenzaré precisamente así porque parece que la traducción poética me buscó a mí antes que yo a ella. Recuerdo que hace ya muchos años, cuando me empeñaba en escribir poesía en español –empeño con unos resultados hasta casi nulos, sobre todo por lo que a las ediciones se refiere[4]–, cansado de mis reiterados fracasos por componer un soneto perfecto, intenté distraerme con la traducción de la décima «Sans lésion le Serpent Royal vit» de Maurice Scève, respetando su medida y rima. Me percaté entonces de que las energías y los recursos que movilizaba para traducir la décima no diferían en esencia de los movilizados para componer el fallido soneto; en todo caso, si había alguna diferencia era de grado y de matiz. Claro: traduje la décima después de intentar componer un soneto clásico; es posible que si hubiera estado practicando escritura automática surrealista no hubiera percibido esa similitud. Corrijo pues: la diferencia es de grado y matiz entre el traductor y el poeta cuando ambos practican una escritura que, previamente, ha elegido una o varias normas que debe respetar. El traductor se fija como norma la equivalencia –aunque resulte complicado decir en qué consiste exactamente esa equivalencia y esa norma se incumpla inevitablemente– entre el texto original y el texto meta, mientras que el poeta se fija como norma, por ejemplo, un marco métrico determinado. A medida que la escritura poética opta por la espontaneidad, el automatismo, el azar o la falta de control del autor sobre su propia escritura –lo cual puede llegar a constituir una paradójica norma de ausencia de normas– la diferencia de grado aumenta. Pero aquel día yo ya había decidido escribir sonetos por mucho tiempo. Por eso, después de traducir la décima pensé que tal vez algún día traduciría poesía.

Unos cuantos años después tuve ocasión de coincidir en un coloquio con el poeta libanés de expresión árabe y francesa Salah Stétié, cuya obra ya estaba estudiando para presentar una comunicación en otro coloquio. Tras un grato encuentro en el que Salah Stétié se percató de mi interés por su creación y de mis esfuerzos por escribir poesía en español, me propuso traducir una de sus obras. Acepté eligiendo la última que había publicado: Fièvre et guérison de l’icône[5]. Su traducción, que me ocupó un año entero, me permitió comprobar definitivamente que ponía en el empeño la misma energía y pasión con que intentaba escribir mi propia poesía. Desde entonces, he seguido traduciendo poesía –también en menor proporción ensayo y teatro–, dejando progresivamente de escribir mi propia poesía y acabando, a fecha de hoy, por no hacerlo ya más. No me molesta pues concluir que soy un poeta fracasado, o al menos ya con escasas esperanzas, que ha encontrado en la traducción literaria un espacio donde liberar la energía y la pasión que le conducía a escribir poesía. Cierto es que percibo una ventaja y un riesgo en ese resultado: traducir con la pasión con la que escribía poesía es garantía de tesón, tenacidad, esfuerzos redoblados y horas de trabajo; pero también recelo de mí mismo temiendo que esa pasión me lleve a apropiarme excesivamente de los textos, a hacerlos más míos de los que deben ser para un traductor. Esa es una de las claves de mi entusiasmo y mi angustia de traductor.

Insistiré sobre el carácter vocacional de mis traducciones. En numerosas ocasiones he traducido autores sobre los que trabajaba al mismo tiempo, ya fuera para otras publicaciones o para los estudios introductorios a las traducciones. Esos estudios han sido para mí decisivos ya que me han permitido conocer las obras con mayor profundidad y, a fuerza de leer y releerlas, me han acercado a una sintonía con las voces de esos autores. Por sintonía entiendo aquí una asimilación por parte del traductor del universo literario del autor hasta el punto de que cuando traduce, sobre todo cuando su traducción es forzosamente oblicua, reacciona –o, mejor dicho, así lo cree porque la comprobación empírica, salvo excepciones, es imposible– como lo habría hecho el autor si hubiera escrito directamente en la lengua meta[6].

Soy consciente de lo endeble de este planteamiento y de las incógnitas que provoca, pero es una ambición, utópica seguramente, que estimula mi trabajo. Es endeble entre otras razones, por la dificultad de comprobar esa sintonía con el autor –por cierto, ¿con la obra concreta, con toda la obra o con el  autor?–, aunque puede servir el hecho de que otros escritos suyos nos confirmen la traducción oblicua por la que hemos optado. A modo de ejemplo, en una traducción que quiere respetar el cómputo silábico del original, podríaoblicuamente permitirme un error métrico si el autor también comete errores métricos en otros pasajes de la obra. Ciertamente, esa comprobación tampoco soluciona nada definitivamente, ante todo porque no sabríamos decir hasta qué punto podemos apartarnos de la traducción concreta de un pasaje amparándonos en lo que ha escrito el autor en otros. Asimismo, esa sintonía también corre el riesgo de hacer la traducción excesivamente subjetiva, porque a fin de cuentas depende de una percepción íntima del yo traductor. Y más aún, teniendo en cuenta la distancia que puede haber entre el universo literario del autor que se traduce y el universo lector del que traduce, no sabríamos decir hasta qué punto esa íntima sintonía es compatible cuando hay distancia infranqueable entre esos dos universos.

En todo caso, en la mayor parte de mis traducciones he contado con la doble vocación de querer estudiar las obras y, al mismo tiempo, de que esas obras, sin identificarme forzosamente del todo con ellas, me alcanzaran profundamente. No he tenido ocasión de traducir un poeta que me disgustara sin matices; y sin embargo creo que tener esa experiencia me permitiría ahondar en esa enigmática sintonía de la que he hablado. Traducir à contrecœur me seduce y atemoriza al mismo tiempo… De hecho, mi última traducción, España de Théophile Gautier, me ha llevado a una vivencia próxima a ese desencuentro: soy lector entusiasta de este poeta, tan denostado por su defensa de la torre de marfil para el creador, he publicado varios artículos sobre él, pero aunque su poemarioEspaña me atrae intensamente no comparto a veces su visión de la cultura española, que llega incluso en algunos momentos a irritarme. ¿Habrá empañado ese parcial desencuentro mi sintonía con él mientras lo traducía?

No negaré que el conocimiento personal de los autores también ha contribuido a reforzar la vocación por traducirlos, llegando incluso a crear lazos de amistad. Conocer a Anise Koltz en persona, tener el privilegio de pasar unas cuantas horas con ella, a raíz de su visita, invitada por el Aula de Poesia de la Universitat de València, reforzó mi interés por su obra hasta el punto de traducir dos poemarios suyos antes de encontrar un editor. El encuentro con la dramaturga Louise Doutreligne, a raíz de una comunicación que presenté sobre su obra en un coloquio, me impulsó decisivamente a traducir su monólogo dramático La Bancale se balance[7], antes también de encontrar editor. Y es que traducir es para mí  también una forma de leer y estimar una obra, tal vez una de las que la enraíza más profundamente en nuestro particular universo lector. Obviamente, no se puede volver a escribir en una lengua, por medio de una traducción, exactamente lo mismo que se ha escrito en otra. Esa distancia puede angustiar; sin embargo, puede permitir paradójicamente, por el contraste entre el texto original y el texto meta, que el lector traductor tenga una percepción lectora más intensa de la obra. De ahí que para mí estudiar los textos, disfrutar y profundizar en su lectura estén íntimamente conectados con traducirlos. Y otra vez, frente a la angustia por la distancia entre el texto original y nuestra traducción está el entusiasmo por conseguir así una mayor aventura lectora de la obra.

En una ocasión he traducido de mi lengua materna a mi lengua de trabajo. Tal vez merezca la pena recordar las circunstancias en que ocurrió para ilustrar las reflexiones anteriores. Leí El jardín del poeta valenciano César Simón poco tiempo después de su prematuro fallecimiento en 1997[8]. He de decir que fui alumno suyo años antes y coincidí con él en el mismo centro de trabajo, aunque nunca tuvimos una relación estrecha. Su reciente fallecimiento y mi admiración por su obra intensificaron hasta tal punto en mí el impacto de la lectura de El jardín que lo leí garabateando al mismo tiempo mi traducción francesa en el libro mismo. Traducir fue, aún más en ese caso que en otros, una forma de leer más intensamente una obra, de enraizarla más hondo en mi universo lector. Después, inesperadamente, la obra encontró editor, gracias al homenaje que le rindió Facultat de Filologia, Traducció i Comunicació de la Universitat de València, de la que fue profesor César Simón. Traducir también puede ser una forma de dar testimonio, de homenajear, humildemente como lo hice en este caso. Y es que, en numerosas ocasiones, el impulso primero por traducir una obra ha procedido del deseo de mediar para que otros lectores castellanos pudieran acceder a una experiencia similar y, al mismo tiempo, de rendir tributo intelectual al autor. El deseo de compartir con lectores de otra lengua una experiencia lectora, sin ambicionar obviamente que conduzca a la misma vivencia, me ha motivado a traducir obras de autores todavía no traducidos o poco traducidos al español como Salah Stétié, Anise Koltz, Louise Doutreligne, Jean-Michel Maulpoix o Matei Visniec.

Conocer los autores también ha tenido una influencia importante en el resultado final de mis traducciones, y aprovecho esta oportunidad para agradecérselo públicamente. Cada vez que se ha producido esa colaboración, ha sido de modo diferente y ha influido en mi toma de decisiones. Ciertamente, es cuestionable que recurrir al autor sea siempre aconsejable; en todo caso dependerá del papel que atribuyamos al autor como lector de su propia obra: el autor, claro está, es un lector privilegiado de sus escritos pero ¿hasta qué punto su interpretación tiene más valor que la de un lector perspicaz? Sin ánimo de zanjar esta cuestión de la teoría literaria, únicamente concluiré que no recurrir al autor en una traducción también puede ser un proceder acertado, reafirmador de la autonomía del traductor como creador que también es[9]. Mantuve un contacto fluido con Salah Stétié, Jean-Michel Maulpoix, Louise Doutreligne y Matei Visniec mientras traduje sus obras. Eso ha hecho que esas traducciones tengan al menos un ápice de autotraducción, pues los autores me ayudaron a resolver problemas de intelección del texto, similares a los que se le plantean a todo lector. Pero la colaboración llegó a veces más lejos, como intentaré mostrar refiriéndome a dos obras en concreto.

Fièvre et guérison de l’icône es una obra particularmente hermética por combinar el irracionalismo místico y, sin entrar en matices, surrealista. Al no haber una intelección conceptual de muchos poemas, el traductor oblicuo no se puede guiar por el sentido para proponer soluciones a los problemas que se le plantean; necesita haber tejido una red de connotaciones y asociaciones, paralela a la del universo literario del autor durante su lectura, que le permita escapar de la letra pero sin salirse de la música. Por si fuera poco, era tanta mi pasión por ese texto que, de modo irreflexivo, continuamente tendía a mejorarlo cuando el azar de los contrastes entre el español y el francés lo permitía. La angustia de lo que irremediablemente se perdía a veces en la traducción se compensaba por el entusiasmo de ganar algo inesperadamente. Además, me propuse traducir la obra manteniendo el ritmo, hechas las transformaciones necesarias en mi opinión y relajando las exigencias métricas del original. Aun así, resultó una traducción muy oblicua, que me preocupaba pese a haber buscado una estrecha sintonía con la voz del autor, o al menos así creyéndolo. Cuando le hube comunicado mis temores a Salah Stétié –recordemos que era mi primera traducción– convenimos en corregir la traducción del modo siguiente: yo mismo traduje al francés, lo más literalmente posible, mi traducción española preguntándole en cada caso a Salah Stétié si habría dicho eso en francés. Unas veces asentía, otras se sorprendía pero asentía, otras no y entonces juntos buscábamos la mejor solución. Así pues, esa traducción tuvo pues la extraña y espontánea colaboración autotraductora del propio Salah Stétié.

He intercambiado con Louise Doutreligne muchos mensajes mientras traducía La Bancale se balance. Lo que comenzó siendo preguntas para comprender mejor el texto y resolver los problemas que se planteaban con la ayuda de la autora, acabó siendo una exploración conjunta de su obra, con sorpresas para ambos. La pasión de ser traducida y de ser traductor construyeron una intensa relación que me ha conducido a seguir de cerca esta autora y seguir traduciéndola, aunque por desgracia no haya encontrado por ahora editor[10]. Lo más curioso de esa relación epistolar es que la mayor parte de nuestros mensajes tratan de la traducción del título, un juego de palabras entre bancale («coja», pero también «tocada del ala», «desequilibrada», «rarita») y se balance («se mece» –y efectivamente hay una mecedora en la obra–, pero también, coloquialmente, «se lanza», «se abalanza»), que dio al final Tocada y lanzada, con una tremenda frustración mía por no haber encontrado algo mejor.

Entusiasmo y angustia: esos son los dos sentimientos que dominan y se enfrentan en mí cuando traduzco. Entusiasmo por la obra, angustia porque es imposible volver a escribirla en otra lengua. La angustia se agrava por el hecho de que, pese a haber diseñado una estrategia de trabajo lo más coherente posible, pese a haber dedicado ingentes esfuerzos a veces para resolver problemas, siempre encuentro algo que cambiar si me releo; y por eso aún me resulta más angustioso leer la traducción cuando ya ha sido editada. Imagino que no les ocurre lo mismo a todos los traductores, al menos a aquellos que traducen otro tipo de textos. Parafraseando al filósofo, me atrevería a decir: traductor de poesía, nunca traducirás exactamente de la misma forma el mismo texto… Desde luego ese es mi caso, que tampoco tiene nada de extraño si los traspasamos al ámbito de la creación literaria, ya que más de un autor sufre –o disfruta– la interminable pasión de corregir y mejorar sus obras.

En el caso del traductor –y quiero recordar que hablo desde mi propia, única y por tanto limitada experiencia– creo que la explicación de ese hecho está en la imposibilidad de saber exactamente en qué consiste la equivalencia entre un original y su traducción poética. ¿El contenido y después, si se puede el estilo, como se ha dicho? ¿Pero qué es el contenido de un poema? Lo confieso: no lo sé con exactitud, aunque sí puedo describir en mi vivencia de un poema componentes como elementos de contenido, reacciones afectivas o impulsos para actuar de un modo determinado; componentes que intento volver a encontrar después en mi vivencia de la traducción que he hecho. ¿Y si el contenido, a modo de ejemplo, tiene menos valor que la perfección formal? ¿La perfección formal, entonces, sería prioritaria sobre el contenido? Más aún: ¿y si es un texto que hace un uso sistemático del sinsentido? ¿Sería lo equivalente un sinsentido paralelo que no recuerde formalmente en nada al otro? Por otra parte, la poesía se caracteriza por apelar a las emociones, mediante un enigmático entramado de connotaciones, asociaciones a veces irracionales. Un entramado que no se activa igual en todos los lectores e incluso en un mismo lector en momentos diferentes, del que por lo tanto no puede haber una traducción única. Y aún podemos plantear la cuestión desde otro modo: el traductor detecta lostesoros de un poema y traduce intentando mantenerlos aunque renuncie a otras cosas. ¿Qué criterio tenemos para confirmar que su elección de mantenimiento y renuncia es correcta? ¿No caben otras posibilidades?

En la mayor parte de mis traducciones poéticas he intentado salir del atolladero con una estrategia bastante estable. En primer lugar, por mi convicción de que el ritmo era un elemento esencial de las obras que traducía, me he fijado un marco métrico, adaptándolo a la lengua meta[11], pero relajándolo para no obligarme a una excesiva oblicuidad que acabara saliendo de la traducción.  ¿Pero qué criterio he seguido para marcar exactamente el límite de esa oblicuidad? No sabría decirlo exactamente: la sintonía que he intentado establecer con la voz que traducía es la que me ha orientado, a veces de modo intuitivo, otras de modo reflexivo, una vez detectadas y jerarquizadas las particularidades del estilo del autor. En otras palabras, aunque me apartara de la letra por el ritmo, me tenía que seguir sonando una voz muy particular, afín a la del autor. Al fin y al cabo lo que hace que finalmente acepte mi propia traducción es una enigmático y complejo sentimiento de que mi vivencia, con toda la profundidad del término, del original está cerca de mi vivencia de la traducción. Ciertamente, puede haber elementos visibles para confirmarlo: hemos mantenido el ritmo, hemos encontrado una equivalencia aproximada para un juego de palabras, hemos conservado las metáforas más bellas etc., pero siempre quedará un margen de indeterminación. De ahí la angustia de que a la próxima lectura no traduzcamos igual, o al menos exactamente igual.

Sin embargo, de derrota en derrota, de angustia en angustia, el texto traducido va tomando cuerpo, va creando su propio entramado, sobre todo si es el resultado de un trabajo ensintonía, con pasión y esfuerzo. Suena una nueva voz, híbrida, ni la del autor ni propiamente la del traductor, pero una voz con su propia identidad que conduce al traductor y le ayuda a superar su angustia. Con inesperados regalos a veces cuando la angustia de lo que se pierde en cada verso es compensada con lo que se gana inesperadamente, por el azar del contraste entre las dos lenguas. De alguna manera, el traductor en sintonía ha permitido que anide en su voz otra voz, que no puede ser la del autor que traduce, pero se ha creado a partir de ella y la suya propia. Y cuando eso ocurre, no lo negaré, experimento un profundo entusiasmo que me permite seguir afrontando las dificultades y la angustia de no poder igualar el texto original.

Este es el modo en que un traductor vocacional de poesía francesa percibe su labor. Serán acertadas o no estas reflexiones, pero forman parte de la extraordinaria aventura humana y filológica que es para mí traducir poesía.

 

 

Notas

1 Traducciones vocacionales: Stétié, Salah, Fiebre y curación del icono [Fièvre et guérison de l’icône], Madrid, Visor/Éditions Unesco, 2000; Simón, César, Le jardín [El jardín], Ginebra, El Dragón de Gales, 2001; Koltz, Anise, El tragador de fuego y Bendita sea la serpiente [L’avaleur de feu, Béni soit le serpent], Santa Coloma de Gramenet, La Garúa, 2008; Doutreligne, Louise, Tocada y lanzada [La Bancale se balance], Universitat de València, colección Teatro Siglo XXI, 2008; Maulpoix, Jean-Michel, Pasos sobre la nieve [Pas sur la neige], Santa Coloma de Gramenet, La Garúa 2010; Pisan, Christine de, Cien Baladas de amante y dama, Palma, La Lucerna, 2011; Visniec, Matei, La palabraprogreso en boca de mi madre sonaba horriblemente falsa [Le mot progrès dans la bouche de ma mère sonnait terriblement faux]¸ Universitat de València, colección Teatro Siglo XXI, en prensa; Gautier, Théophile, España, Palma, La Lucerna, en prensa. Traducciones propuestas: antología de poemas de Alfred de Musset (de Diego, Rosa, ed., Poetas románticos franceses, Madrid, Cátedra, 2000, pp. 413-528); Ory, Pascal y Sirinelli, Jean-François, Los intelectuales en Francia. Desde el caso Dreyfus a nuestros días [Les intellectuels en France. De l’affaire Dreyfus à nos jours], Servei de Publicacions de la Universitat de València, 2007; canciones medievales francesas del Chansonnier de Jean de Montchenu, manuscrito Rothschild 2973 de la Bibliothèque National de France, edición de David Fallows, Valencia, Vicent García Editores, 2007; Doutreligne, Louise, Tots cosins [Tous cousins], traducción al catalán en colaboración con Manuel Molins, Actes del 1er Congrés sobre dramatúrgia Europea, València, Centre Octubre, 2009, en prensa.
2 «Frontière religieuse et frontière chevaleresque dans L’Entrée en Espagne», Quaderns de Filologia, Estudis literaris, XII, 2007, pp. 33-49; «La recepción interna en tres Séductions espagnoles de Louise Doutreligne: Don Juan d’origine, Faust espagnol y Carmen la nouvelle», Quaderns de Filologia. Estudis Literaris, XV, 2009, 139-155; «Les autres dans l’univers épique de la Chanson des Saisnes», Actas del coloquio L’Autre et soi-même, Universidad Autónoma de Madrid, Departamento de Filología Francesa, 2004, pp. 321-332; «España: un viaje de Théophile Gautier a su propia poética», La cultura del otro: español en Francia, francés en España, Actas del Primer Encuentro Hispanofrancés de investigadores (APFUE/SHF), Universidad de Sevilla, 2006, pp. 549-557; «Identidad y alteridad en Militona de Théophile Gautier», Actas del congreso Topografías extranjeras y exóticas del amor en la literatura francesa, Real, E., ed, 2008, pp. 157-171; «Italia en la novela y la poesía de Théophile Gautier», Actas del Encuentro de Estudios Franco-Italianos. Miradas cruzadas, Universitat de València, 2009, pp. 451-454; «Les Séductions espagnoles de Louise Doutreligne», en La culture de l’autre: l’enseignement des langues à l’Université, Actes, 2010, La Clé des Langues (Lyon: ENS LYON/DGESCO), pp. 1-9; «Le rayonnement politique valois dans l’univers de fiction du Roman de Jehan de Paris», Actas del coloquio Rayonnement esthétique de la cour des Valois, Universidad de Reims-Champagne, noviembre 2009, en prensa; «L’univers littéraire  polyglotte de Jorge Semprún», Actas del coloquio Écrire en la langue de l’autre, Université d’Orléans, 2012, en prensa.
3 Y sin embargo en más de una ocasión he oído a lectores decir que han preferido leer obras traducidas, aun siendo competentes en su lengua original. A modo de ejemplo, Jorge Semprún afirma que solo consigue que le sea grata la lectura de Proust sirviéndose de la «remarquable traduction espagnole de Pedro Salinas» (L’algarabie, Paris. Gallimard, 1996 [1ª edición 1981], p. 40).
4 Miñano Martínez, Evelio, Umbral dividido, Valencia: Víctor Orenga, 1987.
5 Stétié, Salah, Fièvre et guérison de l’icône, Paris: Unesco-Imprimerie Nationale, 1998.
6 Véase: María Pinto Molina, «Competencia documental y requisitos formativos del traductor literario», en Consuelo Gonzalo García, Valentín García Yebra eds., Manual de documentación para la traducción literaria, Arco, 2005, p. 120.
7 Doutreligne, Louise¸ La Bancale se balance, Paris: Éditions Théâtrales, 2004.
8 Simón, César, El jardín, Madrid: Hiperión, 1997.
9 Y la misma cuestión se plantea con el autor autotraductor. ¿El hecho de que autor y traductor coincidan en una misma persona real hace que una autotraducción sea de mayor calidad que una traducción? ¿Y si el autor disfrazara su nueva creación de autotraducción? Nos ha resultado esclarecedora para estas cuestiones la lectura de dos trabajos: J. C. Santoyo, «Autotraducciones: una perspectiva histórica», Meta, vol. 50, nº3, 2005, pp. 858-867 y  H. Tanqueiro, «Un traductor privilegiado: el autotraductor», Quaderns: Revista de Traducció, 3, 199, pp. 19-27.
10 Vita Brevis, de Louise Doutreligne, inspirada en la obra homónima de Jostein Gaarder, basada en la imaginaria correspondencia entre san Agustín, una vez obispo de Hipona, y su ex concubina Flora. Traducida pero no editada.
11 Echo de menos la existencia de una métrica comparada hispano-francesa para orientar al traductor en sus decisiones. He comenzado a investigar sobre las convergencias y divergencias entre ambas métricas, aunque no he obtenido todavía resultados consistentes. El hecho de que las diferencias entre una y otra se asienten a veces en las diferencias entre las lenguas y otras en los cánones métricos que se han impuesto en cada literatura, como he podido comprobar, resulta particularmente estimulante para la investigación.