Contents

El prisma del lenguaje / Guy Deutscher

Download PDF

Imagen_Caleidoscopio_1 Guy Deutscher

El prisma del lenguaje. Cómo las palabras colorean el mundo, de Guy Deutscher, traducción de Manuel Talens, Barcelona, editorial Ariel, 2011, 334 pp.

Nos congratulamos muy especialmente con esta traducción al español del excelente estudio de Guy Deutscher. La obra cautiva al lector desde el primer momento, combinando para ello a la perfección el rigor intelectual con el dramatismo expositivo. El traductor, Manuel Talens, ha sabido sintonizar con esta tensión dialéctica que recorre el conjunto de la obra y adaptarla, oportunamente, a la perspectiva del ámbito lingüístico-cultural hispánico. Su labor nos merece una nota explícita de agradecimiento por el sabio manejo de la labor interpretativa y por la fluidez y la transparencia con las que presta una nueva voz al autor de la obra.

Guy Deutscher sabe conducir al lector por los entresijos de un debate complejo como es el del papel del lenguaje en tanto que umbral, difícil de trazar, entre naturaleza y cultura para los seres humanos. Este debate se remonta –como mínimo– al Crátilo de Platón, donde ya se dialoga y discute sobre el carácter natural o convencional (cultural) del lenguaje. Este tipo de cuestión se renueva siempre de una u otra manera, y debemos decir que en la actualidad implica, directa o indirectamente, a una extensa gama de disciplinas académicas. El libro que comentamos no cierra ni pretende cerrar el debate, pero introduce guías y criterios con los que orientarlo, evitando falaciasy denunciado discursos mal fundamentados. Como su título indica, las relaciones del lenguaje y la percepción humana delimitan de alguna manera su discurso y, más en concreto, las relaciones entre el léxico y la percepción del color.

A las ideas acompañan siempre los actores que las defienden, el contexto histórico del que son hijos, sus virtudes como pioneros o sus yerros como inductores de pistas falsas. El autor, pese a las distancias que toma de alguno de estos actores, como es el caso de Benjamin Lee Whorf, admite también que los errores o las perspectivas equivocadas son siempre parte implicada en el esclarecimiento de los hechos. Así lo demuestra en general y, particularmente, al manifestar una velada admiración por William Ewart Gladstone, quien a mediados del siglo XIX (Gladstone, 1858) inició el debate contemporáneo sobre las relaciones entre percepción humana y léxico del color, aunque su criterio explicativo fuera erróneo a la luz de los conocimientos actuales. A un entusiasta de los poemas homéricos como Gladstone le llamó la atención el hecho de que la riqueza de imágenes que se despliega en los mismos se asocie, sin embargo, a una pobre visión en claroscuro. Sucede, por otra parte, que los escasos términos de color de los que se hace uso en estos poemas ligan fenómenos cromáticos supuestamente diferentes, como el bien conocido del vino y el mar, o que términos que designan diferentes colores se aplican a fenómenos cromáticos supuestamente idénticos. Aparte del blanco y el negro, sólo el término y la  cualidad del rojo parecen aplicarse de manera congruente a determinados objetos.

Para la búsqueda de una explicación a estos hechos Gladstone se inspiró en una teoría evolucionista que se iba abriendo paso en la segunda mitad del siglo XIX y que manejaba todavía el supuesto lamarkiano de la transmisión generacional de rasgos adquiridos. Este supuesto, ante la total ausencia de conocimientos genéticos, se hacía incluso compatible con el modelo de selección natural de Darwin. Deutscher ilustra con gran viveza los pormenores de este estadio del pensamiento evolucionista. Como hijo de su tiempo, Gladstone se atrevió a propugnar lo siguiente: la capacidad de discriminación cromática habría sido un desarrollo reciente de la humanidad que sólo alcanzaba a insinuarse entre los griegos antiguos. Se trataría de una habilidad mejorada por el ser humano con determinado tipo de prácticas en los últimos milenios. Estas mejoras se habrían ido transmitiendo generacionalmente y reflejándose, de manera consecuente, en un léxico del color comparativamente más rico en nuestras lenguas actuales que en la de los griegos antiguos. Con independencia de lo insostenible de esta hipótesis, que identifica generaciones con unidades de la escala evolutiva, el supuesto de Gladstone le sirve a Deutscher para ejemplificar un proceder común en la explicación de los hechos del lenguaje: explicar el lenguaje exige naturalizarlo. El lenguaje se limita a reflejar lo que la naturaleza le ofrece al hombre. En realidad, una versión moderna de este tipo de orientación, aunque más matizada, sigue vigente cuando se pretende, en un paradigma dominante de la lingüística actual, situar en nuestra dotación genética determinados universales de la conducta verbal humana. Deutscher ha sometido a crítica en otro libro esta visión de las cosas (Deutscher, 2005).

El contrapunto para la orientación explicativa “naturalizadora” nos lleva en el relato de Deutscher a otro extremo, sobre el que nuestro autor asumirá también una posición crítica. Este extremo, el del “relativismo lingüístico-cultural”, se encontraría representado en la obra de Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf, aunque particularmente en la de este último. En el surgimiento de la antropología cultural como disciplina, tema al que Deutscher dedica páginas magníficas, la toma de distancia frente a un concepto de naturaleza, posiblemente mal entendido, define el proceder académico general. Toda explicación del lenguaje o de los hechos culturales basada en algún efecto naturalizador es, de entrada, excluida o, más aún, estigmatizada. En este contexto histórico, que sería ya el de la primera mitad del siglo XX, se abre paso y populariza la idea –cuyo antecedente más respetable y moderado en su formulación es Wilhelm von Humboldt– de que una lengua determina nuestra visión de las cosas e incluso nuestra manera de actuar. Una lengua se ha constituido, con una suerte de arbitrariedad inherente, en un sistema que explicaría nuestra manera de pensar e interactuar con el otro. El relativismo acaba siendo un determinismo que el medio lingüístico –o lingüístico-cultural– impone sobre el hombre, cuya naturaleza o bien no existe o no cuenta en absoluto como factor explicativo.

Deutscher se encarga de evidenciar la incongruencia y la falta de fundamento para este tipo de visión extrema que disgregaría el pensar y el percibir humanos en una serie de mónadas incomunicables. Nos preguntamos, por ejemplo, cómo es posible que una mente cultivada en lengua materna hebrea, como la de Deutscher, se exprese en inglés y que yo, gracias a su traductor, dé cuenta ahora de sus ideas en español. Se me dirá que algún sesgo inesperado introduzco. Pero sospecho que –de existir– este sesgo podrá ser mayor o menor, pero no cualitativamente diferente al que puede también introducirse cuando comunicamos algo a alguien en una lengua compartida.

Una vez visitados los dos extremos, sería un verdadero tópico afirmar que, en el caso que nos ocupa, la verdad debe estar en algún lugar intermedio. Entre otras cosas porque entre naturaleza y cultura no existe un lugar identificable que pudiéramos considerar equidistante de ambas y donde pudiéramos asentar nuestros pies, sino un espacio transicional más parecido a las arenas movedizas. Deutscher nos ofrece una visión bien fundamentada de la manera en que a través del lenguaje se establece una relación dialógica entre dos realidades irreductibles entre sí, pero cuyo papel relativo debe ser reconocido como tal. Lo fundamental es no confundir lo natural con lo cultural, o viceversa. Este tipo de identificación simplificadora supone eliminar en la práctica uno de estos dos términos como innecesario en la explicación de lo humano. La conocida obra de Berlin & Kay (1969) sobre términos básicos del color le sirve como punto de arranque para establecer, de inmediato, una generalización de más amplio alcance que ilustra, de diferentes maneras, el papel del lenguaje como instancia mediadora entre hechos naturales y culturales. La obra de Berlin & Kay está basada en el estudio empírico del léxico del color en diferentes lenguas del mundo. En ella se nos propone que, aunque el léxico del color puede ser muy variable, existirían constantes universales en el desarrollo de nuestra capacidad de denominar colores. Berlin & Kay redescubren en realidad, como indica Deutscher, una secuenciaque había sido establecida cien años antes por Lazarus Geiger. Se trataría de un orden de precedencia “universal” que nos lleva de una primigenia distinción entre blanco y negro, a la diferenciación léxica del rojo, a la del amarillo y verde (o, alternativamente, verde y amarillo) y, por último, al azul. El azul, como supo ver a la perfección Kandinsky (1996 [1912]), es color sinestésicamente relacionado con el círculo, lo infinito y lejano, lo que explica –también en términos estéticos– su tardía discriminación del espacio común del negro-gris. Por decirlo de manera simple, las lenguas pueden disponer de un léxico cromático más o menos rico, pero en ningún caso se ha observado que se diferencie un término para designar el azul si previamente no se ha diferenciado un término para designar el rojo. Este orden, que podríamos considerar “natural”, define una constante relacional del hombre con su medio, que el lenguaje y la cultura interpretan de formas diferentes.

Las diferencias en la interpretación lingüístico-cultural, al modular con cierto grado de libertad esa realidad fenoménica que es la naturaleza humana, dejan posiblemente efectos en nuestros hábitos perceptivos o atencionales, pero dentro de los límites que impone esa constante relacional a la que nos referimos. Deutscher dedica excelentes páginas a describir estos efectos de modulación con diferentes ejemplos fundamentados experimentalmente, y no en términos de simple especulación gratuita. El tema de la percepción espacial destaca especialmente, desde mi punto de vista, por la profundidad y amenidad de su tratamiento. Las designaciones del género, aunque tal vez menos novedosas, ocupan también un lugar prominente en esta discusión. También, por supuesto, el léxico del color se aborda desde esta perspectiva.

La pregunta que queremos hacernos es si “libertad con restricciones”, tal como nos propone el autor del libro, es la expresión con la que definitivamente captamos la relaciones entre cultura y naturaleza. La asociación de cultura con espacio de libertad y naturaleza con ámbito de la restricción nos parece en algún punto discutible. ¿Quién es el sujeto que se toma esa libertad y diferencia lenguas y culturas? No parece desde luego que sea el individuo concreto que nace y vive en determinado medio lingüístico-cultural. Tal vez quepa también pensar la naturaleza humana, en otro sentido, como espacio indeterminado en  el que se contiene la potencialidad para la diversificación y el cambio lingüístico-cultural. En este caso, las lenguas o culturas históricas serían cauces, pero al mismo tiempo sistemas de resistencia o restricción de esa potencialidad. Dicho plásticamente, ¿es en una manera particular de vestirnos donde se expresa la libertad, o en la pulsión indeterminada que nos exige vestirnos (o, por ejemplo, tatuarnos) de alguna manera? Este pequeño atisbo rousseauniano no pretende en ningún caso contradecir los postulados básicos de Deutscher, sino tan solo dejar abierta una posible lectura alternativa, que tampoco pretende ser –por supuesto– la última.

Nos preguntamos también, para finalizar, si no es en el discurso, esto es, en los actos concretos del decir humano, donde más obvia se hace la relación entre el lenguaje y la percepción y la atención humanas, como desde antiguo sabe la retórica. He abordado este tipo de cuestión, junto a otros colegas, en un reciente artículo sobre lingüística clínica, dominio crítico también para el estudio del lenguaje como interfaz entre lo natural y lo cultural (Hernández-Sacristán, Rosell-Clari, & Macdonald, 2011). Entendemos que la variabilidad intralingüística de los discursos o actos del decir puede explicar, en tanta o mayor medida que las diferencias interlingüísticas, el significado de esta interfaz. En ningún caso debemos olvidar el carácter polisistemático con el que se nos manifiesta siempre toda lengua y toda cultura. Dicho esto, que debe entenderse como simple apunte matizador, agradezco al autor todas sus aportaciones, su espíritu abierto y crítico y sus dotes narratológicas, poco comunes en este tipo de ensayos.

Carlos Hernández Sacristán
Universitat de València. Estudi General

Referencias bibliográficas
  • BERLIN, B. & KAY, P. (1969). Basic Color Terms: Their Universality and Evolution. Berkeley: University of California Press.
  • DEUTSCHER, Guy (2005). The Unfolding of Language. Nueva York: Metropolitan.
  • GLADSTONE, W.E. (1858). Studies on Homer and the Homeric Age. Oxford: Oxford University Press.
  • HERNÁNDEZ SACRISTÁN, C., ROSELL-CLARI, V., & MACDONALD, J.E. (2011). “Proximal and distal. Rethinking linguistic form and use for clinical purposes”. Clinical Linguistics & Phonetics, 25 (1): 37-52.
  • KANDINSKY, Vasili (1996). De lo Espiritual en el Arte. Barcelona: Paidós (original Über das Geistige in der Kunst, Munich, R. Piper & Co., 1912).